Lección de gastronomía
(Publicado originalmente en www.letraszurdas.wordpress.com)
Bioy Casares decía que escribir se parece a cocinar. Durante un taller literario contó que, cuando le invadía el temor de quedarse solo y tener que valerse por sí mismo, pedía recetas. “Es muy fácil -lo tranquilizaban entonces- Pones tal cosa y tal cosa, en cantidad suficiente”. “¿En cantidad suficiente?”, se preguntaba él, “¿Qué es en cantidad suficiente?”. Si tuviese que contestarle mi madre, que es una cocinera excelente, le diría lo mismo que me ha dicho a mí tantas veces: “Ya ves tú”, y el pobre Bioy desistiría de la cuestión y concluiría, como en su día hizo: “A lo mejor escribir bien consiste en saber, en cada momento de la composición, cuál es la cantidad suficiente”. O sea, lo que dice mi madre: “Ya vas viendo tú”. Y es casi tan difícil lo que dice Bioy como ser buena cocinera.
Yo, no obstante, no supe que mi madre era una cocinera excelente hasta hace bien poco. De hecho, no pensé siquiera que fuese cocinera, sino simplemente madre. No la consideraba así porque, por ejemplo, ella nunca puso nombre a lo que preparaba. Era carne, pescado, arroz. Nunca ternera al azafrán, rodaballo con salsa de almendras; ni siquiera espaguetis a la boloñesa. Tampoco anotó nunca las recetas que, con continuas variantes, lleva usando desde hace casi 40 años. No puedes preguntarle qué le puso a aquella merluza que tomasteis hace un mes y que tenía aquel toque tan especial porque no se acordará. La siguiente vez que haga merluza ya no sabrá igual a aquella. Quizá mejor, pero nunca igual.
No puedes esperar tampoco que la tortilla de calabacín que tú le explicaste cómo hacer sepa ni remotamente como la tuya. De hecho, ni la primera vez ha seguido con fidelidad tus pasos. La tuya es una tortilla de recetario, una tortilla repetida en un millón y medio de cocinas. La suya es una tortilla única y, si así se le antoja, irrepetible.
Durante mucho tiempo pensé que ese cocinar sin partitura era el cocinar de todas las casas y que el instinto culinario de mi madre venía de serie en todas las madres. Los años -y las comidas en otras casas- acabaron desvelando que el modesto quehacer de mi madre en la cocina, con ese poquito aquí y ese otra pizca allá, con ese gusto por lo sencillo, con ese mimo casi invisible, era en realidad excelencia gastronómica, y que la única manera de seguirle los pasos consistía en lograr aplicar -quién sabe cómo- su indicación infalible: “Ya ves tú”.
Con los años he descubierto también que los escritores que más me gustan son los que escriben como mi madre cocina: los que nutren sin empachar y convierten cuatro pobres ingredientes en un deleite; los que miran ante sí y, como ella, son capaces de ver.
Yo, que no he parado de buscar en recetarios y de lagrimear con la vista clavada en borboteantes ollas, sigo haciendo platos repetibles hasta el infinito. Aun así, juro que no me cansaré de escudriñar en los pucheros hasta que sea capaz de escribir como ella cocina.