Maldita felicidad
Un día escribí en Twitter por azar, como quien tira los dados, que «la infelicidad nunca es perfecta». No lo pensé antes de escribirlo, pero después, al ver la frase ahí colgada como un calcetín, me quedé pensando en que era ese, justamente, el secreto: tener la cantidad precisa de infelicidad para crecer. Porque la felicidad plena, esa luminosa expresión que parece ser la meta de nuestra vida, resulta paralizante, improductiva, mas, gracias a Dios, efímera.
Efímera de necesidad porque ese estado de gracia es, sin duda, el que más amenaza la conservación de la especie. Habrá quien replique que a la autodestrucción nos llevan más bien la tristeza, la depresión o la desesperanza, pero nadie proclama el beatífico «podría morirme así» más que quien está tocando el cielo y sabe que su gozo, de tan alto, no puede hacer más que caer. Por eso una pildorita de infelicidad es esencial para levantarse cada mañana, para aspirar a hacerse viejo, para seguir teniendo algo que buscar.
Decía el protagonista de un cuento divertidísimo de J. D. Salinger, El periodo azul de Daumier-Smith: «Siempre nos damos cuenta demasiado tarde, pero la mayor diferencia entre la felicidad y la alegría es que la felicidad es un sólido y la alegría un líquido». Muy hermosa frase, pero es mentira. Partiendo de que la alegría no es más que puro éter, polvos picapica, lo que fluye y se escapa entre los dedos es sin duda la felicidad. Para solidez, la de los infelices.
Infelicidad sólida, imprescindible… En su justa dosis, perfecta.