Los inventados
He leído, a través de la respuesta de María Xosé Queizán, las palabras con las que Bernardino Graña explica la escasez de mujeres en la Real Academia Galega («Todos desexamos que haxa máis mulleres na Academia, mais ten que ser unha incorporación real. Non as podemos inventar») y me he puesto a pensar. Como tengo una imaginación viva y desordenada, he pensado en esas mujeres a las que les ha pasado lo mismo que a los líderes soviéticos que caían en desgracia: han sido borradas de las fotos como si nunca hubieran existido. Su obra, que un día leyeron y hasta quizá admiraron sus coetáneos, se oculta tras un telón de olvido o, con suerte, ha quedado ensombrecida en favor de otras figuras aledañas, en general masculinas. Me he acordado por eso de la prosa certera, exacta, necesaria, de la argentina Silvina Ocampo (1903-1993), de las historias inocentes y perversas reunidas en La Furia y otros cuentos. Y también me he acordado de que la obra de la pequeña de las Ocampo (su hermana mayor fue Victoria, la brillante fundadora de la revista Sur) apenas se puede comprar hoy en España, salvo la que firma con su marido, Adolfo Bioy Casares, y con su amigo Jorge Luis Borges. Poco importa que sea de lo mejor de la literatura fantástica en castellano. Su marchamo es “descatalogada”.
En mi desorden mental, he saltado a la mexicana Elena Garro (1920-1998), a la que la etiqueta que más le va es la de “escasamente conocida”, al menos a este lado del Atlántico. A ella el crítico Ignacio Echevarría la incluye entre los autores esenciales en español de la segunda mitad del siglo XX y dice que ha escrito «un puñado de novelas extraordinarias», un mérito y una cantidad de la que pueden hacer gala pocos y pocas. ¿Y qué le ha pasado a la Garro para no gozar de más fama? “Quizá”, apunta Echevarría, se lo impidió la «larga mano» de quien fue su marido, el Nobel Octavio Paz, con quien mantuvo una «relación intensa y tumultuosa» que acabó muy mal.
Soltando todavía más hilo, recordé a la pintora Maruja Mallo, el cuarto mosquetero de aquella hermandad surgida en la Residencia de Estudiantes entre Salvador Dalí, Luis Buñuel y Federico García Lorca y a quien nadie después reivindicó; la compañera artística y sentimental de Rafael Alberti en aquellos años, borrada después tercamente por María Teresa León; la vanguardista y transgresora que, tras un fecundo exilio en Sudamérica, acabó sus días en Madrid hecha una vieja estrafalaria que rememoraba su glorioso pasado artístico y vital.
Y con ese deambular de pensamientos tan dispares, de Bernardino a México, de Cangas do Morrazo a las Ocampo, de la León a la Mallo, de la Academia a Queizán, se me ha confundido la mente y, sin venir muy a cuento, me ha brotado una duda: ¿Y por qué no pueden inventarlas? Sí, los académicos, ¿por qué no pueden inventarlas a ellas? Si ellos, que son lingüistas, historiadores, escritores, estudiosos ínclitos y preclaros, no son capaces de verlas, ¿por qué no las inventan? Venga, que lo intenten. Que prueben a inventarlas, por favor.
Pero si al final, después de exprimir el magín con interés sincero, tampoco pueden, ¡que disimulen! Que se vuelvan hacia las intelectuales gallegas y se hagan los sorprendidos. “¡Ah! Es que por este lado no habíamos mirado”, podrían decir con cara de asombro y balbucir una disculpa. ¡Y no pasaría nada! No pasaría nada peor. Y podrían reunirse luego discretamente y enterarse de lo que pasa con las letras y la lengua gallegas y enmendarse, como dicen que tan bien hacen los sabios. Y silbar después mirando al techo.
Pero en mitad de ese vaivén de ideas, en el desconcierto de no saber si ellas son o no son, me ha brotado un miedo cerval, fantasmagórico. Porque… si esos señores no son capaces de sentirlas, si como literatos no pueden siquiera inventarlas y como académicos no disimulan ni tratan de ocultar que ni las miran ni las ven, ¿no será que los inventados son ellos? ¿Que, como en la peli de Amenábar, son ellos los fantasmas, Los Otros, y ellas las que de verdad habitan el mundo real?