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Cunqueiro, o xornalista mago

13/12/2011

Cunqueiro chegou ao xornalismo para o mesmo que Xesús á terra: para redimirnos. Para redimirnos a nós, pobres xornalistas, sufrindo o que nós sufrimos. E se Xesús puido ser home porque era Deus, Cunqueiro soportou ser xornalista porque era mago, como o propio Merlín ben podería testemuñar.

Era tan mago Cunqueiro, tan xornalista, que con oito anos xa facía feitizos coas noticias que lles lía aos clientes da barbería do Pallarego e, á letra impresa, engadíalle el da súa propia colleita os detalles que sabía lles ían gustar aos parroquianos. De ler as noticias de outros en Mondoñedo pasou a escribir as súas propias en Lugo, onde non podía debutar cun accidente de circulación ou co asfaltado dunha rúa, como tantos de nós. Cunqueiro estaba xa máis alá da terra, do mar e das nubes e o primeiro que contou como reporteiro para o xornal do instituto foi nada menos que un eclipse, nunha época na que a redacción «de vivos» a formaban el e Ánxel Fole e a «de mortos, Platón, Dante e Cervantes», segundo o propio Cunqueiro recordaba.

E se traballar así era maxia máis o foi dirixir durante cinco anos «Faro de Vigo» mentres proclamaba a incompatibilidade entre o xornalismo e a literatura, como tantos de nós, por outra banda, proclamamos tantas veces a incompatibilidade do xornalismo coa propia vida, é dicir, cos amigos, coas ceas, coas parellas, cos fillos… «Os anos que estiven dirixindo Faro de Vigo -lamentaba Cunqueiro- foron para min, como escritor, anos perdidos. Eu escribía todos os días un artigo, pero neses anos non escribín un só libro».

Mais os trasnos sicilianos, as pulgas húngaras e os imperios secretos que non chegaron ao prelo, atoparon acubillo eses anos no xirar da rotativa, que facía a Cunqueiro laiarse, si, a causa das noites estériles, pero tamén apaixonarse por ese baile na corda frouxa que foi sempre pechar o periódico do día. «A min o xornalismo gustoume sempre moito e ségueme gustando -contoulle nunha entrevista a Perfecto Conde- Gustáronme moito as horas de improvisación, a rapidez do traballo, o comentario do día, esa présa, esa sensación de présa xornalística que eu mesmo teño respecto a min mesmo. Eu estou sempre un pouco inquedo, desexando rematar o que estou a facer e marchar».

A présa xornalística de Cunqueiro non podía ser, porén, como a do resto dos seus colegas que foron, somos e serán. A présa de Cunqueiro era máxica, coma el, e en lugar das primicias prefería as noticias atrasadas. «¿Que prensa faría eu? -preguntábase nos seus últimos anos- Probablemente daría as noticias con seis meses de atraso». E o que podería parecer cousa do mundo ao revés, era en verdade ollo visionario, porque o que profetizaba Cunqueiro entón é o maremoto informativo que hoxe nos afoga. «A instantaneidade das comunicacións (…) constitúe un conxunto informativo sen dúbida superior ao que pode soportar a alma humana», dicía o xornalista, quen alertaba da «desinformación» e a a «insensibilidade» que acababa provocando. E despois o mago apostilaba: «A instantaneidade é demoniaca; o demo non é ubicuo, que é instantáneo».

Quizais esa mesma prevención contra o instantáneo foi a que lle fixo desexar unha morte lenta e consciente: «Se a algo lle teño medo é a unha morte súbita. Prefiro unha longa enfermidade». Porque o escritor, o mago, foi tamén ata o último momento xornalista e o que quería, no fondo, era o mesmo que queremos nós: saber. «Morrer sen poder decir adeus é algo tremendo. Morrer sen cambiar unhas palabras cos deudos, sen saber o que trouxo o periódico ese día…».

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Sueños criminales

10/11/2011

Desde hace ocho años largos solo fumo en sueños. Y me va francamente bien: no toso, no huelo mal, tengo un gusto y un olfato excelentes y, lo que es mejor, fumo solo cuando quiero, una libertad de la que nunca gocé cuando fumaba despierta. Me pasa casi lo mismo que a la protagonista de un cuento que leí el otro día en La nave de los locos, pero sin mal aliento.

Bien es cierto que al principio me remordía la conciencia, y lo hacía a traición: yo encendía un cigarrito, aspiraba con deleite y, al instante, como si me curase de una amnesia, recordaba que yo ya no fumaba. La angustia que me entraba entonces me duraba hasta el despertar.

Pero acabó pasando, como todo, y lo hizo casi al mismo tiempo que la angustia que sentía al ser infiel. Infiel en sueños, se entiende. Se me fueron las dos cuando comprendí que si de pensamiento no se peca, como conté un día que defendía Buñuel, menos aún se puede pecar en sueños, con la voluntad atada de pies y manos.

Desde que me curé del remordimiento, duermo a pierna suelta y sueño a placer. Soñar con cosas que no me permito cuando estoy despierta ha resultado un ejercicio sanísimo que ahora quiero extender, si me lo concede el subconsciente, a delitos algo más graves, como matar o robar. Es, al fin y al cabo, lo mismo que he encontrado leyendo, pero en realidad virtual, digamos. ¿Qué es la literatura si no? ¿Qué son Crimen y castigo o Extraños en un tren? Pues cometer crímenes atroces desde una confortable butaca.

Por no hablar del tan honrado oficio de escribir. Con una imaginación viva y un poco de talento se puede cometer cualquier pecado. Y no hay cura que pueda negarte la comunión. ¡Es ficción, por Dios!, le dirás.

Así que a mí que me dejen probar dormida: un pitillito, una tórrida aventura, un atraco a mano armada, una inesperada puñalada trapera…

Y mientras espero que lleguen tan oscuros sueños, que me dejen en la mesilla El halcón maltés, Madame Bovary, A sangre fría, Del asesinato considerado como una de las bellas artes

Y, por favor, que no molesten.

Al filo del fracaso

26/10/2011

El otro día entrevisté al pintor arousano Xaquín Chaves. Era mi primera entrevista en mucho tiempo y fue como volver a casa. Pero eso da igual ahora. El caso es que Chaves resultó ser un artista con mirada de largo alcance, creador ambicioso y humilde: una mezcla mágica. En la media hora larga que charlamos, me contó bastantes cosas sobre pintura y sobre el oficio de crear que me han ayudado a desatrofiar un poco mis sentidos. De todas sus respuestas, mi favorita es esta, que él aplica a la creación y yo a otro montón de cosas en la vida:

A creación só a entendo dende a posición de aceptar que tes que correr certos riscos. Un pintor, se é consciente, está sempre así: ao borde do fracaso. No traballo creativo hai doses moi grandes de reflexión sobre o fracaso: sentes esa cercanía do todo e ás veces te encontras con nada, con que estás moi lonxe. É un proceso a longo prazo e unha vida prácticamente non che dá…

Aquí queda la entrevista.

La gramática del silencio

25/08/2011

Algunas noticias deberían contarse con silencios, no con palabras. El silencio, el vacío, la página en blanco tendrían que ser los más elocuentes comentarios para ciertas cosas que pasan. Pero como los medios de comunicación, al contrario que la literatura, el cine o la escultura, no han sabido introducir el silencio, el vacío o el blanco en su gramática, aquellas noticias que piden a gritos silencio se siguen escribiendo con palabras. Con demasiadas palabras.

Las cosas son así, lo sé, pero sólo hasta que alguien decide cambiarlas y quizá podríamos ponernos ya a trabajar en esa nueva gramática. Podríamos empezar, por ejemplo, por idear nuevas páginas de periódico donde, además del hueco para el titular, para la foto o para la publicidad, hubiese también un espacio, variable según la entidad del suceso, reservado para no poner nada. De ese modo, podríamos publicar una gran portada de silencio cuando se produzca un suceso sobrecogedor, insólito, dramático hasta lo inhumano. Ya imagino el titular, escueto, con la información exacta de lo que ha ocurrido, y quizá un subtítulo para completar alguna de las claves clásicas de la noticia; y, justo debajo, un rectángulo en blanco que dé la medida de nuestro estupor. Así podríamos contar que un abuelo, por ejemplo, ha matado a golpes a sus dos nietas de seis y siete años, y no usaríamos más que veinte o treinta palabras y diez centímetros cuadrados de papel en blanco. Y al día siguiente, cuando no tuviésemos más que diez o quince palabras nuevas que contar, o ninguna, y nuestro estupor siguiese siendo enorme, publicaríamos una plana completa, o dos, y el interés informativo estaría plasmado de nuevo en un papel en blanco coronado por una sola frase. Y así hasta que la noticia se agotase con el paso de los días.

Sería raro, sobre todo al principio, ver esas páginas de fragmentos inmaculados. Sería raro, lo sé. Pero quizá a partir de entonces medios, periodistas y lectores no querríamos usar en algunos casos más gramática que la del silencio.

Reaccionarios

17/08/2011

“¡El futuro queda hacia adelante!”, le grita Mafalda desde la viñeta de mi calendario de sobremesa a un cangrejo que camina hacia atrás ante sus narices. Y, como tantas frases de Mafalda, se me queda rebotando en la cabeza como una letanía. El futuro queda hacia adelante, claro. Tan claro que es imposible que la frase no ande siempre cayendo en el olvido.

El futuro es mañana, sí. Inevitablemente. Para todos. Pero siempre hemos tenido la tentación (yo al menos uno o dos millones de veces) de subirnos en una de esas cintas para vagos de los aeropuertos y dejar que nos haga llegar más allá sin movernos. Sin movernos de nuestro confort, de nuestras rutinas, de nuestro sueldito a fin de mes. Triste, pero no grave. Al menos si no permitimos que la pereza de caminar hacia el futuro acabe en atrofia y nos convierta en  adolescentes idiotizados, políticos caraduras, parejas sin corazón, trabajadores apoltronados o padres con síndrome de Peter Pan.

Ahora, sin embargo, en este mar picado en el que braceamos unos y otros, en el que los menos pertrechados sucumben, ya no nos vale clavar los pies sobre este suelo que antes nos parecía a prueba de bomba, porque en lugar de un soporte metálico y bien ensamblado hemos descubierto que vivimos sobre cimiento arenoso, que el único movimiento que nos permite es hacia abajo. Ahora quién nos diera ser el cangrejo del chiste de Mafalda. Quién nos diera poder cambiar el sentido de nuestra cinta andadora para caminar hacia atrás aunque tuviéramos que oír cómo ella nos grita desde la arena:

¿No me oíste?

¡El futuro queda hacia adelante!

¡REACCIONARIO!

Latitudes (o Jean Joseph Loua)

16/06/2011

Hoy me ha enviado un correo electrónico Unicef para contarme que se celebra el Día del Niño Africano. La conmemoración se debe a que el 16 de junio de 1976 miles de niños y niñas de Soweto se manifestaron para reclamar una educación de calidad en su propia lengua y muchos de ellos fueron asesinados. Al ver la fecha, pienso que yo entonces era un feto feliz que flotaba en la barriga de mi madre. Un feto dispuesto a estrenar el mundo en un país sumido en la incertidumbre, pero rebosante de esperanzas.

Y al pensar, una vez más, en que venir al mundo aquí o allá hará que lleguemos a ser o no aquello para lo que hemos nacido, me acuerdo (otra vez) de Wallace Stegner y En lugar seguro:

«El talento (…) es suerte, por lo menos la mitad. No es como si nuestros labios de recién nacidos fueran tocados con un ascua y de ahí en adelante tropezásemos con los números o tuviésemos don de lenguas. Tenemos suerte con nuestros padres, maestros, experiencia, circunstancias, amigos, tiempos, dotación física y mental, o no la tenemos. Hemos nacido con la lengua inglesa y las oportunidades de los Estados Unidos (y esto lo digo en 1937, después de siete años de Depresión, pero lo digo en serio), así que estamos entre los que han tenido una suerte increíble. ¿Y si hubiésemos nacido bosquimanos del Kalahari? ¿Y si nuestros padres hubieran sido aldeanos desnutridos de Uttar Pradesh y nos hubiésemos visto ante el problema de llamar la atención del planeta a partir de una dieta de quinientas calorías al día y en urdu? ¿De qué sirve tener un as si todas las otras cartas que tienes son muy malas?»

Y hoy también me acuerdo inevitablemente de Jean Joseph Loua, del que hablé hace tiempo en el otro cuadernillo y que en un día como hoy merece ser, otra vez, nombrado.

La mística del papel

09/05/2011

El otro día descubrí a una mística. La descubrí y solté una carcajada. Lo hice con todo el respeto, pero no pude sofocar la risa cuando me contó que sus estampitas de santos le sonreían, que miraba fijamente sus caras antes de salir de casa y que, hasta que conseguía de ellas esa sencilla bendición, no se permitía franquear el umbral de la puerta.

-¿Cómo que te sonríen?

-Me sonríen, sí. Ya sé que es raro…

Ella también lo es: rara y terriblemente divertida, así que sumé esa cualidad de mística a la larga lista de excentricidades que hacen de ella una traca de feria, estridente pero casi siempre inofensiva, y lo dejé correr.

Al día siguiente o al otro, comencé a leer una novela recomendada con fervor por una de mis tías: Circe ou o pracer azul, una historia de la viguesa Begoña Caamaño que pone frente a frente a la maga de la Odisea que se enamoró de Ulises y a su fidelísima y muy prudente esposa Penélope, aquella desde su isla de Eea y esta desde la célebre Ítaca. Caamaño recrea y actualiza tan bien esa prosa clásica, que desde el arranque me enganché a su texto, pero enseguida necesité acudir a la versión de Homero, de la que no había leído más que fragmentos, para rastrear cómo Caamaño iba jugando con el mito.

En cuanto pude, llegué a la Fnac, me fui directamente a la edición de bolsillo de Cátedra y, cuando la tuve en la mano, casi me dirigí a la caja. Casi, sí, porque cuando creía superada la tentación de curiosear me detuve un instante ante uno de los expositores. Tomé un libro cuyo título no recuerdo, por inercia más que por interés, lo devolví a su sitio, y cuando ya giraba hacia el pasillo, vi a la altura de los ojos dos ejemplares marrones, uno encima del otro, que me parecieron revistas culturales. Tomé el de arriba con auténtico descuido, como si se tratase de una baratija de mercadillo, y al ponérmelo ante los ojos, se me cayó la soberbia, como diría mi amiga la mística:

Cuaderno de las islas

Cuaderno de las islas, decía aquella portada de Lumen que, si estuviese familiarizada con la colección, sabría que era de poesía. Abrí el libro, que era más que versos, leí una nota por el aire, volví a cerrarlo, noté que alguien me sonreía, lo abrí de nuevo, leí un poco más, sonreí yo como una boba, y caminé a pagarlo con la misma emoción disimulada de quien descubre una veta de oro que inexplicablemente nadie ve.

En la isla, cuando ya todo es isla, incluso las gaviotas son islas voladoras, leí.

Y leí también:

Intensa emoción la que experimentaste al visitar, un día, la Isla de los Ratones (Pontikkonissi). Según la leyenda, allí naufragó Ulises en su regreso a Ítaca, y su barco quedó convertido en piedra por Poseidón.

Decía Ulises, sí.

Y decía además:

Amaba lo contrario de las ideas generales, lo que se oponía a la norma, lo que escapaba a lo ordinario. Es decir, amaba las islas.

Con mi secreto, con mi Odisea, con mi sonrisa, regresé a casa y,de camino, volví a hojear las mismas páginas tratando de disimular la cara de boba.

El Cuaderno de las islas, el cuaderno del isleño Andrés Sánchez Robayna, lo tengo aquí sobre la mesa. A veces lo miro, lo abro, clavo los ojos en sus páginas marfil y espero hasta que pasa algo. Y es raro, pero pasa.  Le devuelvo el gesto. Cierro el libro.

Poco después busco, al abrirlo de nuevo, otra sonrisa al azar.

Maldita felicidad

27/04/2011

Un día escribí en Twitter por azar, como quien tira los dados, que «la infelicidad nunca es perfecta». No lo pensé antes de escribirlo, pero después, al ver la frase ahí colgada como un calcetín, me quedé pensando en que era ese, justamente, el secreto: tener la cantidad precisa de infelicidad para crecer. Porque la felicidad plena, esa luminosa expresión que parece ser la meta de nuestra vida, resulta paralizante, improductiva, mas, gracias a Dios, efímera.

Efímera de necesidad porque ese estado de gracia es, sin duda, el que más amenaza la conservación de la especie. Habrá quien replique que a la autodestrucción nos llevan más bien la tristeza, la depresión o la desesperanza, pero nadie proclama el beatífico «podría morirme así» más que quien está tocando el cielo y sabe que su gozo, de tan alto, no puede hacer más que caer. Por eso una pildorita de infelicidad es esencial para levantarse cada mañana, para aspirar a hacerse viejo, para seguir teniendo algo que buscar.

Decía el protagonista de un cuento divertidísimo de J. D. Salinger, El periodo azul de Daumier-Smith: «Siempre nos damos cuenta demasiado tarde, pero la mayor diferencia entre la felicidad y la alegría es que la felicidad es un sólido y la alegría un líquido». Muy hermosa frase, pero es mentira. Partiendo de que la alegría no es más que puro éter, polvos picapica, lo que fluye y se escapa entre los dedos es sin duda la felicidad. Para solidez, la de los infelices.

Infelicidad sólida, imprescindible… En su justa dosis, perfecta.

Sobre la cabra y el monte

03/04/2011

La felicidad está a veces en el mismo lugar donde un día dejaste de sentirla. Pasan semanas, meses, algunos años quizá, y lo que necesitaste abandonar por extenuado, agotado, estéril es justamente el lugar a donde quieres regresar con tu azadón, tu sombrero de paja y tu botijo para seguir cavando.

El milagro del barbecho ha funcionado así con El cuadernillo verde. Hace un año era una parcela yerma, un campito que resultaba pequeño y sin color, como si hubiese perdido la clorofila. Tras candarlo con cierto pesar y mucho alivio, busqué nuevos terrenos, con promesas de cultivos extensivos y más rentables, pero con el tiempo he tenido que reconocer que yo soy labriega y no terrateniente, minifundista sin duda, y que mis frutos, como los de tanta gente de mi tierra, alimentan solo una economía de subsistencia.

Así que he vuelto a mi viejo cuadernillo, hoy reverdecido y donde solo se puede ser lo que se es, y he decidido volver a teclear, para mi mejor sustento, mis historietas sencillas e imperfectas como patatas.

Y, en esta feliz claudicación, recuerdo -el Cielo sabrá por qué- lo que un día le dijo su padre, mecánico de profesión, al protagonista de En lugar seguro, de Wallace Stegner: «Haz lo que te guste hacer. Probablemente resultará que eso es lo que mejor haces».

O, en cualquier caso, añado yo, lo que te hará más feliz.

Lección de gastronomía

23/08/2010

(Publicado originalmente en www.letraszurdas.wordpress.com)

Bioy Casares decía que escribir se parece a cocinar. Durante un taller literario contó que, cuando le invadía el temor de quedarse solo y tener que valerse por sí mismo, pedía recetas. “Es muy fácil -lo tranquilizaban entonces- Pones tal cosa y tal cosa, en cantidad suficiente”. “¿En cantidad suficiente?”, se preguntaba él, “¿Qué es en cantidad suficiente?”. Si tuviese que contestarle mi madre, que es una cocinera excelente, le diría lo mismo que me ha dicho a mí tantas veces: “Ya ves tú”, y el pobre Bioy desistiría de la cuestión y concluiría, como en su día hizo: “A lo mejor escribir bien consiste en saber, en cada momento de la composición, cuál es la cantidad suficiente”. O sea, lo que dice mi madre: “Ya vas viendo tú”. Y es casi tan difícil lo que dice Bioy como ser buena cocinera.

Yo, no obstante, no supe que mi madre era una cocinera excelente hasta hace bien poco. De hecho, no pensé siquiera que fuese cocinera, sino simplemente madre. No la consideraba así porque, por ejemplo, ella nunca puso nombre a lo que preparaba. Era carne, pescado, arroz. Nunca ternera al azafrán, rodaballo con salsa de almendras; ni siquiera espaguetis a la boloñesa. Tampoco anotó nunca las recetas que, con continuas variantes, lleva usando desde hace casi 40 años. No puedes preguntarle qué le puso a aquella merluza que tomasteis hace un mes y que tenía aquel toque tan especial porque no se acordará. La siguiente vez que haga merluza ya no sabrá igual a aquella. Quizá mejor, pero nunca igual.

No puedes esperar tampoco que la tortilla de calabacín que tú le explicaste cómo hacer sepa ni remotamente como la tuya. De hecho, ni la primera vez ha seguido con fidelidad tus pasos. La tuya es una tortilla de recetario, una tortilla repetida en un millón y medio de cocinas. La suya es una tortilla única y, si así se le antoja, irrepetible.

Durante mucho tiempo pensé que ese cocinar sin partitura era el cocinar de todas las casas y que el instinto culinario de mi madre venía de serie en todas las madres. Los años -y las comidas en otras casas- acabaron desvelando que el modesto quehacer de mi madre en la cocina, con ese poquito aquí y ese otra pizca allá, con ese gusto por lo sencillo, con ese mimo casi invisible, era en realidad excelencia gastronómica, y que la única manera de seguirle los pasos consistía en lograr aplicar -quién sabe cómo- su indicación infalible: “Ya ves tú”.

Con los años he descubierto también que los escritores que más me gustan son los que escriben como mi madre cocina: los que nutren sin empachar y convierten cuatro pobres ingredientes en un deleite; los que miran ante sí y, como ella, son capaces de ver.

Yo, que no he parado de buscar en recetarios y de lagrimear con la vista clavada en borboteantes ollas, sigo haciendo platos repetibles hasta el infinito. Aun así, juro que no me cansaré de escudriñar en los pucheros hasta que sea capaz de escribir como ella cocina.